Acerca del secretismo
Hazrat Inayat Khan a veces contaba la historia de un occidental que va a visitar a un sabio de la China y le pide que le enseñe las leyes ocultas. El sabio, desconcertado tal vez, o tal vez cortésmente divertido, le dice “Pero tenemos tantos misioneros de tu país viniendo a nosotros y enseñándonos acerca de Dios. ¿Por qué haces esta pregunta?” El occidental replicó, “Oh, sabemos todo acerca de Dios, pero yo quiero aprender las leyes ocultas”. “Si sabes de Dios”, respondió el sabio, “eso es todo lo que puede conocerse. No necesitas saber nada más. Si lo conoces, conoces todo”.
Entre los que se sienten atraídos por el lado espiritual de la vida, o quizás es mejor decir, entre los espiritualmente inquietos, con frecuencia hay un supuesto de que existe, en alguna parte, un conjunto de conocimientos secretos. Tal sabiduría, usualmente codificada enigmáticamente, está siempre en posesión de alguien misterioso que es capaz de hacer milagrosas maravillas, una persona sombría, difícil de encontrar, por supuesto viviendo en algún área silvestre al otro lado del planeta, y nunca – ¡jamás! – en la casa de al lado. No hay duda de que la pregunta planteada al sabio chino provino de este tipo de creencia.
Desde fuera de esta historia – pues ¿quién querría identificarse con este occidental llevado por la curiosidad? – es fácil ver que el buscador sólo tiene un concepto de Dios; todavía no ha hecho de Dios una realidad, tal como el sufismo nos enseña que hagamos.
“Pero”, podría protestar el buscador, “¡la pregunta es natural! A través de la historia ha habido almas iluminadas. ¡pero no nos han revelado lo que saben! He leído tantos libros, de tantas diferentes tradiciones, y ¡todavía no sé el SECRETO!”
En efecto, ha habido almas iluminadas a través de la historia, y algunas de ellas, como un servicio a Dios y a la humanidad, han hecho su mejor esfuerzo para poner en palabras algo de la infinita Verdad. Si sus escrituras no dan una iluminación instantánea es por ambas: las limitaciones de las palabras y las de aquellos que las leen. Piensen en la tradición de la poesía de amor, que es tan antigua como el corazón y el lenguaje humano: aquellos con un corazón de piedra no reciben nada de ella; al leer esta poesía ellos no caen de cabeza enamorados de alguien, mientras que aquellos que realmente han conocido el amor reconocen muy bien lo que las palabras luchan por transmitir, porque sus corazones vibran con simpatía.
Es verdad que la religión a menudo oculta algunos aspectos de la fe. En el templo judío había un velo protegiendo de la vista al Sancta Sanctórum* (el velo, de unos diez centímetros de espesor, que supuestamente se rasgó en dos el momento que Jesús murió), y en los templos de otras tradiciones también es común que el lugar más sagrado está oculto de la vista. Sin embargo, podríamos entender esto como una enseñanza simbólica, diciéndole a la humanidad que lo Divino, la Verdad, está más allá de la forma; no puedes simplemente verla enfrente de ti, pero debes buscarla en tu interior.
A medida que viajamos por el camino de la comprensión, comenzamos a aprender que los templos de ladrillo y piedra sirven como símbolos del templo humano. Es por eso que a veces repetimos las palabras, “Este no es mi cuerpo, este es el templo de Dios”. Y con ese reconocimiento también llega la comprensión de que, si deseamos saber la Verdad, debemos llegar profundo dentro de nosotros mismos para encontrarla. Ese es el único conocimiento que satisfará nuestro anhelo; no proviene de libros, ni de exóticas tradiciones; viene de nuestro centro.
Si es “secreto”, entonces ¿de quién es la culpa?
*Ndt: El santuario dentro del tabernáculo del Templo de Jerusalén donde se mantenía el Arca Sagrada de la Alianza (Exodo 26:34).
Traducido por Inam Rodrigo Anda