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La verdadera madurez
Todos los padres conocen el frustrante y profundo abismo que existe entre la forma idealizada de cómo deseamos que sean los hijos y la realidad salvaje e indómita que manifiestan. “Los niños son maravillosos… cuando están dormidos”, es una broma a medias. Y del mismo modo, a menudo nos sentimos frustrados por nuestro propio progreso en el camino espiritual. Hay momentos de inspiración, de profunda visión de la vida, de verdadera belleza y de sublime paz, y luego hay momentos en los que nos miramos al espejo y nos preguntamos: “¿Cómo he podido hacer, o decir, o pensar eso?” Podríamos añadir: “El camino sufí es maravilloso, ¡si pudiera seguirlo!”.
Nunca podemos estar realmente seguros de nuestra propia condición espiritual, pero podemos tener esperanza en nosotros mismos observando la forma en que crecen los niños. Un niño de diez años, por ejemplo, puede ser un ángel en un momento, y en el siguiente un ser con trinche y cola; un instante generoso, el siguiente egoísta, y así sucesivamente. Un padre desesperado podría pensar: “¿No aprenderá nunca este niño?”. Y, sin embargo, el niño está ciertamente creciendo y madurando: ya no tiene seis años. Esa etapa, que en su momento fue como la cima de una montaña de logros, hace tiempo que está olvidada. Y los puntos de tensión, los problemas que producían las tormentas en la vida del niño de seis años también han desaparecido: ahora hay otras batallas y tensiones “mayores”.
En otras palabras, el niño está creciendo, tal y como la naturaleza lo ha previsto. Del mismo modo, nuestro crecimiento interior es natural. Si damos luz y aire a la planta del espíritu y la regamos con amor -el amor a la belleza, el amor a nuestro ideal-, crecerá como estaba previsto. Si nos obsesionamos con nuestra falta de desarrollo, eso sólo nos frenara.
Sobre todo, uno de los signos de crecimiento, ya sea de un niño o de un buscador en el camino espiritual, es la ampliación del horizonte. Desde el pie del árbol, podemos ver una cierta distancia, pero a medida que subimos por las ramas, se nos revela más y más. Nuestro progreso en el camino es similar. Las condiciones momentáneas pueden variar, algunos días estamos más tranquilos, otros más borrascosos, pero nuestra vista abarca más que antes. Y recuerda, nos convertimos en lo que admiramos.
También se produce una maduración natural. Bajo el cálido toque del sol, el fruto duro y verde se vuelve lentamente más dulce, y las ramas se doblan bajo el peso de la cosecha, poniéndose al alcance del transeúnte. La verdadera medida de nuestro crecimiento interior no es sólo la altura que alcanzamos, sino la cantidad de frutos que ofrecemos. Hay una advertencia para nosotros en este dicho de Gayan Chalas: Una vida sin frutos es una vida inútil. En el huerto, los árboles frutales dan incondicionalmente, sin pedir que reconozca su mérito el que arranca una manzana o una pera, y sin preocuparse por el uso que pueda darse a lo que se ha tomado. Cada año volverá a dar, sin preocuparse de lo que se haga con su fruto, pues ha sido creado para eso. Da lo que puedas, y mientras puedas, así, sin agenda, y deja el disfrute de tus frutos a los demás, pues esa es la verdadera madurez.
Traducción al español por Inam Anda