Con esta publicación concluimos las memorias de Hazrat Inayat Khan sobre su juventud en la India, que comenzaron aquí y continuaron aquí.
Al mismo tiempo que se producía este desarrollo poético, hubo un desarrollo musical que mis padres notaron con simpatía porque mi propio padre era músico. Él creía que las perspectivas de recompensa para un poeta eran nulas, mientras que un músico tenía mejores perspectivas y una ocasión de prosperar en la vida. No le importaba que me convirtiera en músico, y así la música se desarrolló junto con mi poesía. Cantaba y componía mis propias canciones, basadas en las rimas y ritmos de diferentes tipos de versos que había leído previamente en algún libro o que había oído recitar a alguien. Componía otro poema en el mismo ritmo y con las mismas rimas, y a veces hacía esto también con canciones.
Esto condujo a una ocurrencia maravillosa y también divertida. Cierto músico que venía de Yaipur, conocía algunas de las canciones que el gurú del marajá había compuesto. Hizo grandes elogios a estas canciones ante mi abuelo y los que lo rodeaban; yo también estaba sentado allí. Dijo: “Esta es una nueva composición, una hermosa composición escrita por el gurú del marajá”. Luego la cantó. Escuché esta canción sólo una vez, pero las canciones de la India son siempre muy cortas, cuatro o cinco líneas, y se pueden decir en pocos segundos. Después de escucharlo, corrí a mi habitación y escribí otra canción con palabras diferentes pero con la misma melodía. Luego volví y le dije: “Conozco la canción que has cantado, ¡Y todavía dices que es una nueva composición!”. Me miró sorprendido y preguntó: “¿En verdad la conoces?”. Le dije, “Sí”, y canté la misma canción que había hecho con las palabras cambiadas. Estaba muy perplejo y se preguntaba cómo podía ser que la misma canción se conociera aquí también, y cómo era posible que éste muchacho la trajera en sólo cinco minutos. Y sucedía lo mismo todos los días, pues lo hacía para burlarme de él. Un día me dijo: “Eres un ladrón. Estás robando todas estas canciones”. Le respondí, “¿Cómo puedo robarlas? ¡Si las acabas de cantar! ¡Pero ya te traigo mi cuaderno con las canciones!”. Dijo: “De todos modos eres un ladrón; voy a contarle al gurú”. Así lo hizo, pero este gurú quedó muy deseoso de verme lo antes posible; tenía gran curiosidad de saber más sobre esto.
Bueno, un día viajé a Delhi con mis familiares, y en nuestro camino llegamos a Yaipur. Allí el gurú del marajá deseaba verme, y cuando llegué, el músico estaba sentado a su lado y le dijo: “Señor, este es el niño que ha robado tus canciones, ¡y ahora lo hemos atrapado!”. El gurú rió y dijo: “¿Es eso lo que eres?”, y reí también y dije: “Sí, ya que no podía seguir a un místico de la manera prescrita, podría por lo menos hacerlo en mis composiciones”. Esto complació tanto al gurú, que dijo: “Eres bienvenido para tomar todas mis canciones”, y me escuchó cantarlas con gran placer.
Mi interés por la música, la poesía y las ideas filosóficas y espirituales me mantuvo tan cerca de mi abuelo que no sólo lo vi como mi abuelo, sino como alguien digno del mayor respeto, como alguien a quien podía idealizar. Entonces, para mi gran dolor, llegó el momento de su muerte. Desde entonces sentí que estaba perdido en el mundo, porque él era a quien miraba como amigo. Fue él quien se interesó en mí durante mi niñez, cuando todos me ignoraban. Para ayudarme a superar esta pérdida, mi padre me llevó a Nepal, donde tenía que cumplir un cierto deber con el marajá. En realidad era sólo una excusa, porque cuando pienso ahora en ello, la verdadera razón era llevarme allá. Se hizo con el propósito de ir a un lugar en donde las facultades que eran todavía semillas pudieran brotar como plantas. El viaje a través de los desiertos, en donde había tigres y elefantes, el viaje de montaña en montaña, de bosque en bosque, me excitó y me interesó tanto que todos los viajes que he hecho por el mundo desde entonces no me han traído un disfrute que se pueda comparar con el de este viaje de nueve días a través de los bosques. Cerca de la naturaleza, viajando de un lugar a otro, sin poder dormir durante días porque estás tan cansado, ¡qué interesante fue!
Después de llegar a Katmandú, la capital de Nepal, me dieron una oportunidad aún mejor. ¿Por qué? Porque en vez de enviarme a la escuela me dieron un muy buen caballo, y cabalgué en él a través del bosque, las colinas y las montañas. A veces me iba a pie y me sentaba en las rocas y pensaba en cosas profundas, dondequiera que mi mente me llevara, dondequiera que mis sentimientos pudieran llevarme. Siempre que no fueran detenidos, daba libre expresión a mis pensamientos y sentimientos. La apertura de la naturaleza me liberó el camino para todo; tanta libertad en mi alma que podía llegar hasta el sol, las montañas, las colinas y los árboles, en donde no hay nadie con quien hablar, nadie que te moleste, mientras sentado en silencio, escuchas los sonidos que llegan a tu oído, el sonido del viento, de las cascadas, de manera que te vuelves uno con la naturaleza.
Era así todo el tiempo. Mi padre en realidad no sabía lo que yo hacía. Sólo sabía que me gustaba mucho andar por ahí. Pero yo tampoco sabía lo que hacía; sólo esto, que había algo en mí que se estaba revelando, algo que se estaba liberando, saliendo de mí y encontrándose con algo que le pertenecía. A veces recitaba versos, a veces escribía canciones, a veces tarareaba. A veces estaba callado, a veces derramaba lágrimas, a veces sonreía sin motivo aparente, como si la naturaleza me estuviera diciendo algo con tanta simpatía. Era como si no fuéramos dos, sino uno. A veces la miraba y luego cerraba los ojos, y llegaba tal paz, tal tranquilidad, tal quietud, una visión de prodigio. No sabía de qué se trataba, salvo que el dolor, la tristeza y la soledad que produjo la partida de mi abuelo se olvidaron. Un año después volví a casa.
Traducido por Juan Amin Betancur
Si….la naturaleza lo sana todo!!!!