Hazrat Inayat: Confesiones pt XI – Mi iniciación en el Sufismo
Habiendo recibido la iniciación de la mano de su amado Murshid, Hazrat Inayat Khan nos da ahora una breve visión de su tiempo juntos.
Desde ese momento se estableció un vínculo espiritual muy firme entre mi Murshid y yo. A medida que crecía más y más abría en mí los caminos de la luz a través de mi apego a ese resplandor interior, que nunca se puede obtener a través de la discusión o el argumento, la lectura, la escritura, ni los ejercicios místicos.
Lo visitaba a expensas de todos mis asuntos siempre que sentía su llamada, recibiendo los rayos de su éxtasis con la cabeza inclinada, y escuchando todo lo que decía sin dudar ni temer. Así, la fe firme y la confianza que puse en mis meditaciones me prepararon para absorber la Luz del Mundo Invisible.
Estudié el Corán, el Hadiz y la literatura de los místicos persas. Cultivé mis sentidos internos y pasé por períodos de clarividencia, clariaudiencia, intuición, inspiración, impresiones, sueños y visiones. También experimenté la comunicación con los vivos y los muertos. Me adentré en los lados oculto y psíquico del misticismo, además de darme cuenta de los beneficios de la piedad, la moralidad y el Bhakti o devoción. Cuanto más progresaba en su búsqueda, más ignorante yo parecía, pues siempre había más y más que comprender y adquirir. De todo lo que comprendí y experimenté, valoré más esa sabiduría divina que es la única esencia de todo lo que es mejor y alcanzable, y que nos conduce desde el mundo finito a infinitas bienaventuranzas.
Después de recibir instrucción en los cinco diferentes grados del Sufismo, el físico, el intelectual, el mental, el moral y el espiritual, seguí un curso de formación en las cuatro escuelas: la Chishti, la Naqshibandi, la Qadiri y la Suhrawardi. Aún recuerdo este período, bajo la guía de un Murshid tan grande y misericordioso, como la época más hermosa de mi vida. En él vi todas las cualidades raras, mientras que su naturaleza sencilla y su fina modestia difícilmente podrían ser igualadas incluso por los más altos místicos del mundo. Combinaba en sí mismo el intenso hechizo del éxtasis y el flujo constante de inspiración con el alma misma de la independencia espiritual. Aunque yo había encontrado los atributos más maravillosos entre los místicos que había conocido, algunos en mayor y otros en menor grado, nunca hasta entonces había contemplado el equilibrio de todo lo bueno y deseable en un solo hombre.
Su muerte fue tan santa como lo había sido su vida mortal. Seis meses antes de su fin, predijo su llegada y puso fin a todos sus asuntos mundanos con el fin de liberarse para su futuro viaje. “La muerte es un eslabón que une al amigo con el Amigo en el Más Allá”, es una máxima de Mahoma.
Pidió disculpas no sólo a sus parientes, amigos y murids, sino incluso a sus sirvientes, por si había algo que les hubiera disgustado o herido. Antes de que el alma partiera de su cuerpo, se despidió de toda su gente con palabras cariñosas. Y luego, sentado erguido e inquebrantable, continuó el zikar; y perdido en su contemplación de Alá, por su propia voluntad, liberó su alma de la prisión de este cuerpo mortal para siempre.
Nunca podré olvidar las palabras que pronunció mientras ponía sus manos sobre mi cabeza en señal de bendición: “Sal al mundo, hijo mío, y armoniza Oriente y Occidente con la armonía de tu música. Difunde la sabiduría del sufismo por el mundo, pues para ello has sido agraciado por Alá, el más misericordioso y compasivo”.
Continuará…
Traducido por Inam Anda