Recientemente surgió una pregunta acerca de la devoción que dice, más o menos, ‘Si todo es Uno, ¿acaso la oración no alimenta la dualidad puesto que describe una relación entre el devoto y aquello a lo cual es devoto? Si estoy aquí sobre la tierra, adorándote a ‘Ti’ en los cielos, ¿en dónde está la unidad?’
En el pensamiento de la India, que se ha ocupado durante quizás cinco mil años o más con este tipo de acertijos espirituales, se ha llegado a entender que existen diferentes caminos hacia la meta, caminos que se ajustan a diferentes temperamentos. Cada camino tiene sus cualidades, y ninguno es inherentemente mejor que el otro, aunque es usual el caso que uno de ellos pueda ser más útil para una persona en particular.
Está el camino del cuerpo, de disciplinar la forma física y los impulsos, que vemos en el hatha yoga. Está el camino de la mente, en el que se aprende a cortar los propios dogmas y preconcepciones con la espada de la razón clara, ejemplificado en el jnana yoga. Está el camino del corazón, en el que el pequeño yo es lavado en torrentes de amor y que puede verse en el bhakti yoga. Y hay una camino que es el equilibrio de los tres, conocido como el raja (‘real, regio’) yoga. Hazrat Inayat Khan dice que el sufismo es más parecido al raja yoga, puesto que es una propuesta balanceada, que involucra disciplina del cuerpo, purificación de la mente, y cultivo del corazón.
Pero aunque el sufismo es un camino balanceado, pocos de nosotros llegamos al camino en una condición balanceada. En nuestra era actual, materialista, en la que ‘el comercialismo lo permea todo’, como lo dijo Hazrat Inayat, y el individualismo se valora por encima de todo, es natural que la devoción se vea con sospecha. La democracia occidental sostiene que ‘todos los hombres son iguales’, un principio que usualmente se toma con el significado de, ‘ninguna persona está por encima de mí’, de manera que los signos de devoción tales como la costumbre oriental de tocar los pies de un familiar anciano o de un maestro respetado comienzan a parecer como aberraciones. Y si no nos sentimos cómodos al mostrar devoción hacia otros seres humanos, ¿cómo se puede esperar que mostremos devoción hacia lo Oculto?
El sufismo mantiene un equilibrio entre estos tres métodos de trabajo pues no llevan a diferentes metas, sino que se complementan unos con otros; todos los métodos del trabajo espiritual llevan al mismo Lugar sin lugar, y para el sufí, ninguno puede ser rechazado. Sí, cuando el devoto se inclina, sea ante un ídolo de piedra o ante un Dios invisible, comienza desde un lugar de dualidad, pero todo principiante en el camino espiritual está en ese estado; si no tuviéramos la percepción de estar separados de la Fuente, no necesitaríamos embarcarnos para nada en un viaje. La devoción, debidamente cumplida, lleva al reconocimiento de la Unidad. Como lo explicaba la entrega reciente acerca de la alegoría de la obra de Una, la culminación de la devoción es la disolución voluntaria del pequeño yo en el mismo Ser del amado. Lo describe de manera muy bella Hazrat Inayat en este fragmento de la sección Ragas, del Vadan:
Cuando Te sentaste en Tu trono, con una corona sobre Tu cabeza,
me postré en el suelo y Te llamé mi Señor.
Cuando extendiste Tus manos sobre mí para bendecirme,
me arrodillé y Te llamé mi Maestro.
Cuando me levantaste de la tierra, estrechándome entre Tus brazos,
me acerqué más a Ti y Te llamé mi Bien Amado.
Pero cuando Tus acariciantes manos sostuvieron mi cabeza cerca de Tu resplandeciente corazón y me besaste,
sonreí y Te llame mi propio ser.
Tr. Amin Juan Ramiro Betancur