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Estábamos discutiendo un verso muy hermoso de Gayan Ragas: No me atrevo a pensar en levantar mis ojos para contemplar Tu gloriosa visión; me siento en silencio junto al lago de mi corazón, mirando en él tu imagen reflejada.
Como pronto descubrimos, la belleza toca a cada persona de una manera única, y las diferentes interpretaciones de este versículo fueron muy esclarecedoras. Un aspecto que comentaron varios miembros del círculo fue la idea de no atreverse a mirar directamente a Dios, quizás por respeto, quizás por asombro. El verso no lo dice explícitamente, pero hay una sugerencia de que mirar directamente al resplandor Divino sería tan peligroso como mirar directamente al sol.
Esto podría hacernos pensar en la historia contada en Éxodo, de Moisés pidiéndole a Dios que le mostrara Su gloria. Moisés ya tenía tal intimidad con el Divino que hablaban juntos como amigos íntimos, pero el profeta evidentemente anhelaba conocer aún mejor a su señor. Sin embargo, Dios le advirtió que nadie podía mirar Su rostro y vivir. Esto expresa una idea muy mística, que los sufíes entienden como “yo no soy, tú eres”, afirmación repetida innumerables veces en el zikar, o dicho de otro modo, que el yo individual debe ser olvidado para que el Yo Divino sea conocido. Para regresar a la imagen del sol, mirar a Dios cegaría al “yo” mortal o ego.
Pero Dios respondió al deseo de Moisés con una especie de estratagema, que cuando estaba caminando en el jardín por la tarde (podemos imaginar un tiempo bendito de frescor y paz después del calor de un día del Medio Oriente) a Moisés se le permitiría ver la espalda de Dios. Una comprensión metafísica de esto es que a Moisés se le permitió reconocer lo Divino en Su creación, en Su Jardín. Es lógico que Dios deba estar presente en todos los nombres y formas, porque Él es infinito y omnipresente, pero cuando miramos a nuestro alrededor, a menudo no nos conmovemos ante lo que vemos. Nuestros pequeños jardines pueden ser agradables, pero incluso la contemplación de nuestra mejor rosa no suele abrumarnos con una visión trascendente de Dios que destroza el ego. Para hacer lugar a tal experiencia, debemos usar el espejo del corazón para ver.
Al mirar el rostro de un ser querido, quizás el rostro de un niño, ciertamente podemos llenarnos de asombro y sentir lo divino en el momento. Es más desafiante mantener esa conciencia cuando miramos hacia otro lado y observamos un entorno más prosaico. ¿Vemos lo divino en el poste de la puerta, como preguntó una vez un maestro zen a un par de soldados perplejos que estaban en la puerta de un monasterio? Si solo estamos pensando en puertas, entonces probablemente no. Pero si hemos hecho algún trabajo interior y hemos comenzado a conocer el sabor de la gracia divina, puede ser diferente. Si hemos limpiado los escombros que flotan sobre la superficie del lago, es decir, del lago del corazón, dará un hermoso reflejo de todo, porque ese es su verdadero propósito. Y entonces encontraremos el resplandor divino en todas partes.
Traducción: Yaqín Anda