Hazrat Inayat : Man’s relation to God (Spanish version)

Hazrat Inayat: La relación del ser humano con Dios 

Hazrat Inayat Khan explora la relación entre el ser como burbuja del ser humano y el océano infinito de Dios. 

La relación del ser humano con Dios puede asemejarse a la relación de una burbuja con el mar. El ser humano está hecho de Dios, proviene de Dios, existe en Dios, como la burbuja está hecha de agua, viene del agua y está en el agua. ¡Tan idénticos y sin embargo tan distintos! La burbuja es diferente, y el mar es diferente, no hay comparación entre ambas. Así mismo, aunque Dios y el ser humano no son diferentes, sin embargo hay una diferencia tal que es inconmensurable. Como dijo Hafiz, “¿qué comparación hay entre la tierra y el cielo?”, por la misma razón, que el ser humano es pequeño ante Dios, la burbuja es pequeña ante el océano, y sin embargo esta no se encuentra separada del océano, ni la compone otro elemento distinto del océano. Por lo tanto, la divinidad está en el ser humano y en Dios. La divinidad de Cristo significa la divinidad del ser humano, aunque la divinidad misma es el ideal.  

La palabra “divino” tiene su origen en la palabra sánscrita deva, que también significa divino. Pero la raíz de esta palabra significa luz, lo que explica por qué lo divino hace parte de seres iluminados por la luz interior. Por lo tanto, aunque en el ser humano hay luz escondida, si no se la revela este no es divino. Si la luz oculta fuera divina, entonces la piedra lo sería también, pues la chispa del fuego está oculta en la roca. Toda la vida es una, no cabe duda, y todos los nombres y formas lo son de esa misma vida. Pero la parte de vida de donde proviene la luz, que se ilumina a sí misma y a todo lo circundante, y que lleva consigo el reconocimiento de su propio ser, es divina; de esto viene el cumplimiento del propósito de la creación en su totalidad, y toda actividad se dirige a la consecución del mismo propósito. ¡Con qué sosiego las montañas y colinas parecen estar esperando a la llegada de cierto día! Si nos acercáramos a escuchar sus voces, podrían decirnos esto. Y con qué anhelo las plantas y árboles en el bosque parecen estar esperando cierto día, cierta hora, ¡la hora de realización de su deseo! ¡Si al menos pudiésemos escuchar las palabras que dicen! En los animales, en los pájaros, en la creación inferior, el deseo es aún más intenso y más intenso. La persona observadora puede verlo cuando su mirada se encuentra con la de ellos. Pero la realización de este deseo se encuentra en el ser humano: el deseo ha obrado a través de todos los aspectos de la vida y ha presentado frutos diversos, siempre preparando el camino para alcanzar la misma luz que se llama Divinidad. Pero incluso el ser humano, a quien pertenece esto por derecho, no puede alcanzarlo hasta conseguir el conocimiento del Ser, que es la esencia de todas las religiones.  

Es fácil declarar “yo soy Dios”. ¿Pero no es esto insolencia de parte de alguien que está sujeto al sufrimiento, la muerte y la enfermedad? Esto es traer el más alto ideal de Dios al plano más bajo. Como si la burbuja dijera “yo soy el mar”, cuando su propia conciencia, así como cualquier otro, ve que es una burbuja. Pero, por otro lado, es una ceguera de parte del ser humano, no importa cuán correcto y piadoso pueda ser, si dijera “estoy aparte, Dios está separado de mí. Yo estoy en la tierra, Dios en los cielos”.  Puede orar y alabar por mil años y no se acercaría un ápice a Dios. Si, de acuerdo con los astrónomos, nos tomaría tantos cientos de años alcanzar un determinado planeta, ¿cómo podría uno alcanzar la morada de Dios, que se supone más distante y más elevada que cualquier otra cosa?”. No hay un ser humano con el derecho de adjudicarse la divinidad mientras es consciente de su limitado yo. Solo quien se encuentra tan absorto en la contemplación del Ser perfecto que su limitado yo se pierde de su vista, podría decirlo, pero en la mayoría de casos no lo dirá. Es en este punto que el ser humano cierra sus labios, no sea que al decir una palabra pueda ofender los oídos de la gente del mundo. “Oh ave, llora suavemente, pues los oídos del Amado son delicados”, dice el poeta. Si alguien como Mansur* se ha adjudicado divinidad, es solo después de haber tomado aquel vino de vida divina que lo embriagó, y en su éxtasis el secreto se le escapó como si saliera de alguien ebrio; si hubiera estado sobrio jamás habría permitido que se le escapara.  

La persona sabia se da cuenta del ser divino en el fracaso del pensamiento del yo; se funde en Él y es absorbido por Él, y goza la paz que proviene de la vida divina; pero vive en el mundo con delicadeza, humildemente, con consideración, tal como cualquier otro ser humano. Es el insensato quien se muestra demasiado sabio. Con el incremento de la sabiduría viene la belleza de la inocencia, que hace del sabio un amigo de quien sea, de tontos y de sabios. Es el necio quien no puede ponerse de acuerdo con el sabio, mientras que el sabio puede coincidir tanto con el necio como con el sabio. Se ha convertido en ambos, mientras que el tonto es lo que es. 

*Mansur al Hallaj (858 – 922 d. C.) fue un sufi y poeta persa, comúnmente recordado por su frase “Ana’l Haqq!”, “¡Yo soy la Verdad!”, una declaración que fue interpretada por religiosos y autoridades como una blasfema atribución de divinidad. Luego de años en prisión, fue ejecutado en las riberas del Tigris. 

Traducción por Vadan Juan Camilo Betancur  

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