Ibn Arabi : Una mirada a Ashraf al Rundi
El místico de influencia monumental Muhammed Ibn al Arabi (1165 – 1240 d.C.), conocido por los sufís como “el más grande Shaikh”, nació en Murcia, en el sureste de España, de una antigua familia árabe, y durante la primera mitad de su vida viajó y estudió por toda Andalucía. Registró encuentros con muchos sufís avanzados de la región, y el siguiente texto brinda una idea de Abdallah Ashraf al-Rundi, un shaikh nacido en la ciudad de Ronda.
Una de las cosas por las que era conocido era su práctica de sentarse en una montaña alta cerca de Morón. Una noche, un hombre estaba en la montaña y vio un pilar de luz tan brillante que no podía mirarlo. Cuando se acercó a él, descubrió que se trataba de al-Rundi, de pie, rezando. El hombre se marchó y contó a la gente lo que había visto.
Se ganaba la vida como recolector de manzanilla en las montañas que vendía en la ciudad.
Yo mismo fui testigo de muchos prodigios realizados por él. Unos bandidos se le acercaron cuando estaba sentado junto a un manantial y le amenazaron de muerte si no se despojaba de sus ropas. Ante esto, lloró y dijo: “No me atrevo a ayudarles a desobedecer a Dios, así que si quieren esto deben hacerlo ustedes mismos”. Entonces le invadió un intenso fervor y los miró con su conocida mirada y ellos huyeron de él.
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Hacía tiempo que deseaba presentarle a mi compañero al-Habashi, así que cuando llegamos a Andalucía nos alojamos en Ronda. Mientras estábamos allí asistimos a un servicio fúnebre, durante el cual noté que al-Rundi estaba de pie frente a mí. Entonces le presenté a mi compañero y volvimos todos al lugar donde me alojaba. Al-Habashi expresó su deseo de ver alguna prueba de los poderes milagrosos de al-Rundi. Más tarde, cuando habíamos realizado la oración del atardecer, el dueño de la casa tardó en encender la lámpara y mi amigo pidió luz. Al-Rundi le dijo que lo haría. Entonces cogió un puñado de hierba que había en la casa y, mientras lo observábamos, lo golpeó con el dedo índice diciendo: “¡Esto es fuego!”. Inmediatamente la hierba estalló en llamas y encendimos la lámpara. A veces cogía un poco de fuego de la estufa para algún fin y, aunque se le pegaba un poco, no le causaba ningún dolor ni daño.
Era un hombre iletrado. Un día le pregunté por su llanto, a lo que respondió que había jurado no volver a evocar la maldición de Dios contra ningún hombre; lo había hecho una vez y el hombre había perecido, lo que lamentaba profundamente desde entonces. Era una misericordia para el mundo. Más que esto no puedo decir en este momento.
Traducido al inglés por R. W. J. Austin
Traducido al español de esta versión por Inam Anda