Cuentos : El Samadhi del lavandero
Había una vez un hombre que se ganaba la vida lavando ropa. Todos los días el lavandero visitaba varias casas de su aldea, recogiendo la ropa sucia en cestas, y luego la llevaba toda al río. Allí la lavaba, golpeándola sobre piedras, y luego la extendía al sol para que se secara. Una vez lavada y secada la ropa, la volvía a empaquetar y la llevaba de vuelta a la aldea.
Era un trabajo duro, pero el lavandero era ayudado en su labor por la buena fortuna de haber conseguido un burro para transportar los cestos. Era un hombre muy pobre, sin familia, y el burro era su única posesión y su única compañía. Todos los días, cuando llegaba al río, descargaba al paciente animal y luego, con un gran puñado de algo verde para masticar, lo ataba junto a un santuario cercano para protegerlo. A continuación, rezaba una sincera oración de agradecimiento por su burro y se ponía a trabajar.
Un día, sin embargo, cuando terminó su trabajo y se dispuso a llevar las cestas de vuelta a la aldea, fue al santuario y no pudo encontrar a su burro. Muy agitado, buscó por todas partes, pero no había ni rastro del animal: ¡había desaparecido! Cuando se dio cuenta de que el burro no estaba allí, se sintió tan abrumado por la emoción que se desmayó.
Poco después, un transeúnte vio al lavandero inconsciente frente al santuario y se dijo: “Seguramente se trata de una persona santa que está en estado de samadhi. Hay que venerarlo”. En consecuencia, trajo flores y las colocó alrededor de la figura del lavandero, y luego se sentó en actitud de devoción.
Pronto se acercaron otros y también colocaron ofrendas y se sentaron igualmente para absorber la atmósfera del samadhi del lavandero. “Sin duda, cuando vuelva a la conciencia”, dijo uno, “hablará perlas de sabiduría”.
“Sí”, coincidieron los demás, “preciosos destellos de lo que ha experimentado en su santa unión”. Y otro dijo: “¡Quizá incluso nos confiera la iluminación como discípulos suyos!”. Esperaban fervientemente ser dignos de esta bendición.
Al poco tiempo, había una pequeña multitud reunida en torno al lavandero inerte, algunos mirándole embelesados, otros cantando y otros meditando, pero todos esperando ansiosamente que se levantara y les concediera el sabor de lo divino.
Entonces, de repente, el lavandero abrió los ojos y al instante se hizo el silencio. Sentado, miró a su alrededor, sin comprender, los rostros expectantes. Todos se inclinaron un poco más hacia él.
Por fin, como esperaban, abrió los labios y habló, y la sabiduría que ofreció fue: “¿Dónde está mi burro?”.
Traducido al español por Arifa Margarita Rosa Jáuregui