Avatar
En la introducción de la reciente publicación “Reflexiones sobre Rama” de Hazrat Inayat Khan, se mencionó el término ‘Avatar’. Es una palabra sánscrita que significa la divinidad completamente manifestada en forma humana. Según las creencias hindúes, ha habido muchas encarnaciones a través de los innumerables ciclos de tiempo: Rama fue uno de esos avatares, Krishna fue otro. Para algunos, particularmente en Occidente, es difícil de tragar el pensamiento de que un humano pueda ser un dios, y en efecto, a lo largo de la historia ha habido muchos ejemplos de autodenominados ‘hombres-dioses’ y ‘madres divinas’ que eran notablemente menos que perfectos. Sin embargo, para el sufi, se encuentra sabiduría en esta creencia.
En la concepción habitual, hay un abismo infinitamente grande entre lo humano y lo divino. ‘Dios’ debería ser perfecto, al menos de acuerdo a nuestro criterio de perfección (y rara vez nos detenemos a pensar cómo un limitado ser humano podría juzgar con éxito lo infinito), mientras que los humanos parecen estar plagados de faltas. El resultado de esta visión es una insuperable dualidad: ‘Dios’ en alguna parte – en el cielo tal vez, pero ciertamente lejos, y la humanidad aquí, en la tierra, viviendo, luchando, sufriendo y muriendo.
Sin embargo, en la visión del Sufi, Dios es Uno, junto a Quien no hay otro y eso significa que la separación de lo humano de lo Divino es un error de percepción. Como se dice en la oración Saum, Dios es ‘… Omnipresente, El que todo lo compenetra, el Único Ser’. Si no vemos esa Unidad, es únicamente porque estamos tan intoxicados con nuestra propia individualidad, con las distinciones y diferencias que nos separan de los otros, que no vemos la Totalidad.
Todos somos expresiones de la misma Fuente Divina; no puede ser de otra manera. Sin embargo, lo que falta es nuestra consciencia de esa Divinidad, una carencia que nos hace egoístas y limitados en nuestro comportamiento, y consecuentemente decepcionados de nosotros mismos. Si dejamos caer los velos de “mi” y “mío”, descubrimos que el dolor de mi prójimo es mi dolor, que la felicidad de mi prójimo es también mi felicidad.
Quien sinceramente reconoce esto (¡y no sólo intelectualmente!) consagra entonces una vida entera a hacer realidad la Presencia Divina, una tarea que, por cierto, nos mantiene demasiado ocupados para hacer afirmaciones presuntuosas acerca de nuestra propia ‘perfección’.
Traducido por Inam Rodrigo Anda
¿Dios allá y nosotros acá? Sí, gracias Nawab, esta es nuestra tragedia…¡qué dichosa y reconfortante ocupación la de hacer realidad la Presencia Divina!